Por esos días aún satisfacía sus caprichos, a la distancia creo que intuía que era mejor acatarlos a discutir en vano. Hasta que supiera qué hacer, y cómo, era preferible mantener el statu quo, en un instintivo ahorro de energías.
Las evidentes diferencias y la certeza de lo inevitable ya estaban instaladas.
Mientras él luchaba contra el intenso viento costero para leer La Nación yo fui devorando la Historia de O, las Memorias de una Princesa Rusa y todas las novelas de la colección La sonrisa vertical que llegaban al pueblo.
Quizás después sospechó algo y se arrepintió –nunca lo sabré, esas cosas en las familias bien no se hablan- pero no pudo acusarme de nada porque fue su idea: “Mañana vamos al faro”, decretó.
Sabía bien de mi miedo a las alturas. Como todo sádico se solazaba en la observación directa del padecimiento ajeno.
Para llegar contrató los servicios de una 4x4 junto a otras quince personas. Un chofer barbudo, enrubiecido por el sol, hacía las veces de guía.
Mientras subíamos a la camioneta, en rápida maniobra, el rubio se las ingenió para que nos separara únicamente la palanca de cambios y el de La Nación con sus decretos a cuestas quedara atrás, con el resto del grupo. Había entendido todo.
En el camino habló un poco de otras tierras y señaló unos fósiles que nadie vio. El ruido del motor y las olas nos aislaron en una burbuja sin espacio para nada más, excepto el faro, que se iba haciendo omnipresente.
Se detuvo frente a las dunas empinadas para que todos bajaran. Todavía en la burbuja de aire salado nos quedamos en silencio, mirando a los demás trepar apurados para alcanzar la fálica meta. Empezamos a subir un rato después, a paso lento. Una duna con huellas pierde su encanto, pensé.
Sólo cuando estuvimos en la puerta del faro se sacó los lentes oscuros y me miró de frente. Tenía todo el mar del mundo en los ojos.
“¿te gusta lo que ves?” preguntó, con una firmeza dulce, sin desafío.
Asentí, casi no respiraba.
“Entonces subí, desde arriba se ve mejor”.
En el primer escalón, temblando, tuve que darme vuelta. El rubio seguía ahí.
La única foto que conservo como testimonio de ese día es la que le saqué a la escalera caracol después de bajar, feliz y despeinada.
En el primer escalón, temblando, tuve que darme vuelta. El rubio seguía ahí.
La única foto que conservo como testimonio de ese día es la que le saqué a la escalera caracol después de bajar, feliz y despeinada.
Había ganado el deseo.
La banda de sonido del post fue esta, perdón pero no está en goear. Ahora sí, denle play: